lunes, 21 de octubre de 2024

Pecador y Misionero: la batalla interior y la gracia divina


¿Piensas que un misionero o un pastor es un superhombre? Un cristiano espiritual sin apenas fallos. Se equivoca solo cuando escoge una leche caducada. Nunca está triste, él siempre sonríe a todos y los anima. Por ningún motivo llegaría a ser tentado como cualquiera de nosotros, ¿no? Bueno, lamento desilusionarte, la realidad es que el misionero es un hombre pecador.

Por supuesto, la Biblia enseña que el ministro debe ser irreprensible. Y eso abarca carácter, conducta y habilidades. Un pastor o misionero que no es irreprensible no debe ser pastor. Y hay muchos pastores (los puestos por Dios) que sí son irreprensibles. Pero irreprochabilidad no significa perfección. No es una vida libre de luchas, tentaciones, tristezas o caídas. No significa un cristiano superior al resto, sino simplemente, un cristiano verdadero.

La desdicha 

Como cristiano verdadero (tal como el resto), la carrera es difícil. La obediencia a Dios, sosteniendo una lucha contra la carne, no es solo pesada, ¡sino imposible si no fuera por la gracia de Cristo! Cada paso que da le hace olvidar lo durísimo del anterior, solo porque este lo sintió peor. Y, en realidad, la mayor dificultad no son las circunstancias externas, sino su propia tendencia al mal, su carne.

Dios no provoca esto, no nos da un camino tortuoso, ni nos invita a pecar para que andemos cabizbajos. Él lo hizo todo sencillo y deleitoso. Nos creó rectos, "pero ellos buscaron muchas perversiones", dice Eclesiastés 7:29. No es Dios quien me lo pone difícil, soy yo. Si no fuera porque la salvación es enteramente por gracia de Dios y por el sacrificio de Cristo en la cruz, ninguno sería salvo.

Pero, una vez que Dios nos salva, comienza también a limpiar todo ese pecado que hay en nosotros. Inicia una encarnizada lucha contra la carne y el pecado. En Su soberana voluntad, nos permite andar por este camino empedrado que, en sí, nosotros elegimos. Duele cada paso, es agotador, y no pareciera tener final.

¡Oh, cuánto deseara librarme de esta carne! Carne rancia y tóxica. Naturaleza celosa y envidiosa, que sabe que no heredará la vida futura, por eso no quiere dejarme llegar allá. Es como un ciempiés que se aferra a mí y me inyecta su doloroso veneno. Es como sanguijuelas que me quitan vitalidad y me dejan débil y sin ánimo. ¡Oh, qué gozo cuando logro sacar una de ellas, aunque sepa que muchas más siguen pegadas! Quisiera removerlas todas a la vez, mas no puedo. Me desgasto y desanimo, aun sabiendo que Dios me despoja cada día de ellas.

Lo peor de esta plaga, es que la plaga soy yo mismo. Algo que te mantiene de pie en cualquier lucha es recordar el peligro que quieres erradicar, odias al enemigo intensamente y deseas que desaparezca; pero ¿qué cuando el enemigo eres tú? ¿Qué cuando recuerdas que no eres la victima sino el agresor, cuando voluntariamente levantaste tu voz para ofender a Dios?

Todo esto es peor cuando eres líder espiritual. Deseas estar libre de aquellas cosas que denuncias en otros, y lo intentas genuinamente, pero nunca es suficiente. Esa es la vida real de un misionero: un ser que lucha, primero que nada, consigo mismo. Alguien que querría dedicarse todos los días a derribar las puertas del Hades; pero que, mayormente, se mantiene ocupado tumbando las puertas de su propio orgullo y concupiscencia.

¿No es miserable una vida así? Vivir predicando contra el pecado que aún se hace presente en tu vida. Es duro, sí, pero no miserable. Gracias a Dios que, con esas brasas, Él forja metales preciosos.

La dicha

Qué dicha es ser misionero, aun en un estado así. Esta lucha contra la carne también es una ventaja tremenda. No imagino cómo un hombre soportaría dejar su casa, su tierra, su vida, si no tuviera nada en común con la gente a la que va a ministrar. Sin embargo, el misionero es un pecador igual que ellos. Es un mendigo necesitado igual que ellos. La diferencia:  ha encontrado pan y ahora corre a decirle a todos dónde hallarlo.

Un misionero que lucha contra el pecado en su propia vida (y aclaro que no es lo mismo vivir en pecado, que luchar en verdad contra él), entiende a los pobres pecadores a quienes va a rescatar. No le dice a otro que los saque del pozo en el que están para no ensuciarse él mismo; sino que mete la mano en el fango y estira fuertemente, pues recuerda con claridad lo que se siente estar ahí.

Un hombre que lucha contra su propia carne es alguien que no odia a otro pecador por su pecado; sino uno que odia al pecado de él, tanto como al suyo propio, porque lo conoce.

También es una dicha, porque ser pastor (o misionero) es una actividad muy peligrosa en términos de orgullo. Son largos días los que me ha tomado darme cuenta que estoy lleno de soberbia, vanagloria y autosuficiencia (otra vez). Eso se va acumulando, se va alimentando, y todo sin saberlo... ¡aún con las cosas buenas! Me siento tan ridículo cuando me encuentro adulándome yo mismo por un solo acierto que tuve; el cual, ni me agregó justicia a la que Cristo me dio, ni me hizo menos merecedor del infierno, y ni aún lo hice con un corazón perfecto (muchas veces, sin darme cuenta, lo hago para ser visto).

Pues bien, la dicha de luchar contra mi carne es que me recuerda quién soy yo. No tengo manera de gloriarme en nada de lo que he hecho por Dios... ni antes ni después de ser salvo, y ni aun siendo pastor. Soy tan solo un cabrito rebelde, convertido en oveja, a quien (por si fuera poco) le dieron el honor de pastorear a algunas de ellas. Esa es mi historia. 

Me gustaría poder recordar eso cada día, y que no se me olvidara en ningún momento. Sin embargo, esta lección parece como esos mensajes que se autodestruyen después de 5 minutos. Y Dios tiene que reenviarlo una y otra vez.

¡Qué cansado, sí! ¡Pero, qué seguro! Si Dios no me permitiera experimentar esta encarnizada lucha contra mí mismo, y me dejara ser un pecador ajeno al dolor que toma retirarlo, estaría tan lejos de Su gracia, como el Este lo está del Oeste.

El ancla

Sin embargo, aun entendiendo que sentir el dolor de esa lucha es una bendición, el pecado aún provoca que me desanime. A menudo vuelvo a gritar a Dios: "¡Vuélveme al gozo de tu salvación!" Pero cuando las garras de la tristeza por el pecado arañan mi puerta: recuerdo y me reconforto con el siguiente texto.

"El que comenzó en vosotros la buena obra la perfeccionará hasta el día de Jesucristo" (Filipenses 1:6). Así lo aseguró el apóstol, inspirado por Aquél mismo Espíritu que cumplirá la promesa.

Tengo una congregación que dirigir. La única manera de llegar al final de la carrera es que el Dios de gracia cumpla esa promesa y me dé el poder para lograrlo. Si esa promesa no existiera. Yo no estaría aquí. Ni si quiera lo intentaría. Es una derrota segura sin esperanza. Pero la promesa está. Entonces, lo seguro es la victoria. Esa es mi ancla.

Quiero que mi iglesia vea eso. El ejemplo de alguien que vive lo que predica. Alguien que libra las mismas batallas que a ellos los invita a luchar. No un robot sin fallas, pero también sin emociones. Un hombre que depende de Dios tanto como ellos. Y que los apoya solo porque se encuentra luchando en la misma trinchera.

Misionero, toma esta ancla y resiste el oleaje. Levántate y continúa luchando. Agarra la espada y derrota tus pecados en el poder de Cristo.

Por favor, Señor, cumple esa promesa en mí. Quiero ser como Cristo. Que las ovejas que me diste para cuidarlas escuchen la voz de su verdadero Pastor a través de mí.

En el blog Vida Cristiana en Misión comparto historias de hombres y mujeres reales que se han entregado a la misión de rescatar a los perdidos y exaltar el nombre de Dios en todo el mundo. También comparto reflexiones como esta. Déjame tu comentario para saber si te gustó. Y, si es así, compártelo con otros.


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